Las gafas mentirosas

 

1. El ciego

 

Naza recorrió con la mirada el parque, muy despacio, examinando atentamente los posibles escondrijos. Aunque la zona de la derecha parecía despejada, vio que una patrulla enemiga se movía sigilosamente entre los sauces, bordeando el lago. Calculó la situación e hizo un recuento rápido de su equipo; después, cargó el fusil y apuntó al oficial que marchaba en cabeza, pues era evidente que se trataba del jefe. Decidido, disparó una y otra vez hasta agotar las balas.

 

       —¡PUM! ¡PUM! ¡BANG! ¡PING...!

 

       Sin perder un segundo introdujo un nuevo cargador en su fusil transparente de plástico verde y asomó con mucho cuidado la cabeza, dispuesto a seguir disparando si era necesario. Todos los enemigos se encontraban inmóviles, desparramados por el suelo: la emboscada había sido un éxito.

 

       —¿Te los has cargado a todos? —preguntó una voz a su espalda.

 

       —Absolutamente a todos —replicó el muchacho sin volver la vista atrás—. Mis órdenes eran no hacer prisioneros.

 

       —¿Has observado si iba algún oficial?

 

       —Seguro que sí —dijo Nazaret—. El que marchaba en cabeza parecía un general.

 

       —Es una pena...

 

       —¿Por qué es una pena? —quiso saber Nazaret—. Ellos hubieran hecho lo mismo conmigo.

 

       —Todo el mundo sabe que a los generales no se los debe matar.

 

       —¿Por qué?

 

       —Porque si matas al general que inició la guerra ya nadie podrá pararla —el hombre chascó la lengua—. ¿No ves que sólo él sabe por qué se lucha? 

       

        Se trataba de un hombre con unas gafas negras cubriéndole los ojos, estaba sentado en un banco y apoyaba las manos en un bastón blanco.

 

       —¿Quiere decir que el motivo de las guerras sólo lo conocen los generales? —preguntó Nazaret asombrado.

 

       —Naturalmente —aseguró el hombre de las gafas—. Lo que provoca una guerra, la auténtica causa, suele ser alto secreto. ¿Acaso tú sabes por qué combates?

 

       —Bueno... —Nazaret intentó encontrar una razón, pero sólo pudo decir—: peleo contra ellos porque son mis enemigos.

 

       —También tú eres el enemigo de ellos.

 

       —¡Es cierto! —reconoció Nazaret—. No había caído.

 

       —¿Lo ves?

 

       —¿Y como podemos saber si maté a un general? —Naza hablaba flojito, preocupado por si aparecían nuevas patrullas.

 

       —Es muy sencillo —replicó el extraño—. ¿Llevaba galones o estrellas?

 

       —No llevaba nada, porque los oficiales ocultan su rango cuando salen de patrulla —dijo el pequeño muy seguro de sí mismo.

 

       —Sí, eso es cierto. Lo hacen con el fin de confundir a los francotiradores como tú —el hombre de las gafas negras guardó silencio para que Naza comprendiera—. ¿Había alguna cosa que lo distinguiera de los otros?

 

       —Creo que llevaba unos lápices en el bolsillo de la camisa.

 

       —¿Con la punta hacia arriba o hacia abajo?

 

       —Hacia abajo.

 

       —Entonces era un coronel —aseguró el extraño.

 

       —¿Cómo está tan seguro?

 

       —Porque de haberlas llevado hacia arriba, habría sido un general.

 

 

       Naza suspiró aliviado. Pero se quedó pensativo, intentando ver algún fallo en el razonamiento del hombre. Entonces se dio cuenta de que el día estaba nublado, y que no tenía sentido que llevara unas gafas tan oscuras.

 

  

       —¿No será usted ciego, verdad?

 

       —¿Por qué dices eso?

 

       —Porque lleva gafas negras y no hace nada de sol.

 

       —Veo que eres observador y razonas bastante bien —dijo el señor, asintiendo con la cabeza—. Aunque el hecho de que sea ciego, no quiere decir que no pueda ver cómo son las cosas.

 

       —No le comprendo —Nazaret abrió mucho los ojos e hizo un gesto nervioso con la nariz.

 

       El extraño hombre de las gafas dio unos golpecitos con el bastón sobre el suelo. Después tocó suavemente el fusil de juguete que llevaba Naza, con mucho cuidado, como si el arma estuviera dormida y no quisiera despertarla.

 

       —Hace muchos años, cuando tenía más o menos tu edad, yo también jugaba con un fusil de plástico, un fusil de asalto capaz de disparar cientos de balas por segundo.

 

       —¡Jo...! —se asombró Nazaret.

 

       —Era un arma fabulosa, y todas las tardes bajaba al parque a jugar que liquidaba enemigos.

 

       —¿Lo tiene todavía?

 

       —No —el extraño guardó silencio, recordando; después se removió en el banco, como si estuviera inquieto y continuó—. Se lo cambié a un ciego por unas gafas mágicas.

 

       —¿Unas gafas mágicas? —Nazaret dio un salto—. ¡Qué flipe!

 

       —El ciego que me cambió las gafas, me contó que durante toda su vida ellas habían visto por él. Dijo que con ellas había conseguido ver las cosas tal como son.

 

       —¿Quiere decir que las cosas no son como las vemos?

 

       —¡Claro que no! —afirmó el hombre—. Vemos las cosas como nos dicen que son.

 

       —No lo comprendo —el niño dejó el fusil sobre el suelo y se rascó la cabeza.

 

       —Yo tampoco lo entendía —reconoció el extraño—. Pero cuando me puse las gafas empecé a ver las cosas de otra manera.

 

       —¿Y qué fue lo que vio? —quiso saber Nazaret.

 

       El hombre se aclaró la garganta, respiró muy fuerte el aire húmedo de la tarde y contestó:

 

       —Vi que el fusil de plástico, que ya no era mío, me miraba muy enfadado; gruñía y refunfuñaba y le salía humo negro por el cañón. Me apuntó con muy mala idea a los ojos y me dijo:

 

«Si no juegas a la guerra

serás un vil desertor.

Lo contaré a todo el mundo,

y te llamarán traidor.

Tus amigos se reirán

porque eres un cagón».

 

       —¿De verdad que le dijo eso su propio fusil? —Nazaret no sabía si creérselo o no.

 

       —Lo dijo rimando y con esas mismas palabras —respondió el extraño—. Había tanto odio en su voz que sentí mucho miedo.

 

       —¿Y qué hizo usted?

 

       El hombre de las gafas negras se removió nuevamente en el banco, apoyó las manos sobre el puño del bastón y suspiró.

 

         —Cuando dejé de temblar —dijo por fin—, salí corriendo y no paré hasta que llegué a mi casa.

 

 

 

  • Colección: Caracolt
  • Autor: Rafael Estrada
  • Ilustrador: J. Requena / R. Estrada
  • Colección: Aventuras
  • Nº de páginas: 147
  • ISBN-13: 978-1973284611
  • Formato: Tapa blanda
  • Traducido al italiano
  • Traducido al inglés