Ángeles de sangre

"No duermas de noche y ayuna de día...

Piensa que tus niños fueron más dulces

de lo que fueron, y quién los mató más

espantoso de lo que es".

 

                          (Willian Shakespeare)

 

 

 

1. La sabiduría de las gaviotas

 

Las gaviotas levantaban el vuelo y volvían a caer sobre lo que fuera que las tenía atareadas; acudían desde las salinas y los carrizales, graznando frenéticas cuando descendían. El agente Quintana conocía demasiado bien su voracidad, de manera que supuso que no podía ser otra cosa que comida. Estas aves buscan su alimento por la banda de tierra que circunda el Mar Menor y las cinco islas volcánicas que salpican su interior. Como no se zambullen se limitan a comer lo que roza la superficie, devorando los desperdicios de los puertos y playas. Demasiada comida a repartir, para andar peleándose.

 

—¿Por qué paras, Quintana? —preguntó Jiménez.

 

—Esas gaviotas me inquietan.

 

—Ya sabes que el sargento no quiere que pasemos más allá del molino.

 

No era habitual que la Policía Local se adentrase por los caminos de tierra de los humedales, no solía hacerlo porque los motoristas del Seprona patrullaban toda La Manga, incluyendo los accesos a las Salinas y Arenales de San Pedro del Pinatar, al norte de Lo Pagán.

 

—Mira lo excitadas que están —Quintana señaló el saladar, golpeándose el dedo en el cristal del parabrisas—. ¿No te parece que hay demasiadas?

 

—Habrá un perro muerto.

 

—Deberíamos echar una ojeada —dijo apagando la radio.

 

Aunque a Jiménez no le hizo demasiada gracia, el coche patrulla abandonó la carretera asfaltada, rodando lentamente por el polvoriento camino. Eran las siete de la mañana y la playa de Villananitos se encontraba silenciosa y desierta, al igual que los Baños del Lodo. Los únicos sonidos los producían las enloquecidas gaviotas y las ruedas del vehículo al aplastar la tierra. Cuando el coche se detuvo, algunas levantaron el vuelo; las más atrevidas aguardaron a que el agente estuviera más cerca, para elevarse sin mucho entusiasmo.

 

A primera vista parecía que no había otra cosa que la basura habitual: botellas vacías, bolsas de plástico, periódicos y restos de comida entre las algas negras. Sobre todo comida. Movió la cabeza a un lado y a otro, haciendo un gesto de profundo desagrado: menos mal que las gaviotas se lo zampan todo, pensó. Murmurando maldiciones se paró en la orilla. Con las manos en la cintura y el cuello estirado, Quintana se asomó a uno de los conductos que comunican las Salinas con el Mar Menor y la impresión que recibió estuvo a punto de tirarlo de espaldas.

 

—¡Jooder…!

 

—¿Qué pasa, Quintana?

 

Pero Quintana no fue capaz de responder. Después de respirar profundamente, se obligó a mirar de nuevo con cierto recelo, aunque ya intuía lo que iba a encontrar. El sargento había transmitido por radio la descripción de Susana Montón, una niña que a las tres de la mañana aún no había regresado del cine. Su compañero de patrulla, alertado, salió del coche y se acercó lentamente, intentando disimular su inquietud. El cuerpo que estaba sumergido entre la costra de sal, taponando el conducto, era el cadáver de una chica. Se hallaba todo cubierto de picotazos, con los brazos abiertos en un gesto inútil que no supo interpretar. La descripción coincidía: delgada, vaqueros y camiseta de tirantes bajo una blusa amarillenta de manga larga manchada de sangre. Con los puños apretados, Jiménez cerró los ojos, se llevó la mano derecha a la boca y mordió la falange del dedo índice, conjurando el dolor para saborear una realidad más accesible y familiar. Una bocanada de aire fresco y salitre inundó sus pulmones y, poco a poco, fue recuperando el control. Unos metros más allá, con el pelo enredado entre unos matorrales de taray, había una cabeza cubierta de moscas, que también coincidía con la descripción: cabello largo, rubio y dos pendientes en el lóbulo de la oreja izquierda.

 

Todavía mareado, se dirigió hacia el coche. Con una mano temblorosa que se negaba a obedecerle, consiguió conectar la radio e informó al sargento.

 

 

Siete minutos tardó la patrulla del Seprona en acudir a la charca y dieciocho en aparecer el todoterreno de la Guardia Civil, que acordonó la zona con la cinta blanca de plástico con letras verdes:

 

            No pasar Guardia Civil No pasar Guardia Civil....

 

Mientras se efectuaba el reportaje fotográfico, numerando las pistas sobre el terreno para enlazarlas con el inventario de pruebas, llegaron la ambulancia y el furgón del juzgado. En apenas una hora, las Salinas del Coterillo bullían de uniformes, batas blancas e inspectores de paisano tomando notas y conversando en murmullos entre el crepitar de las radios.

 

Para evitar la destrucción de posibles pruebas, los agentes se movían con sumo cuidado mientras un inspector de la Científica, con su mono blanco, su maletín abierto y en cuclillas, hacía un minucioso acopio de pelos, muestras de sangre, saliva y demás secreciones que introducía en bolsitas con cierre hermético. Después, le introdujo las manos en bolsas de plástico para resguardar cualquier evidencia que pudiera encontrarse bajo las uñas, realizó el vaciado de algunas pisadas y buscó colillas con maniática obsesión. Cuando parecía que había terminado se incorporó, se deshizo de los guantes de látex y empezó a levantar un croquis del lugar de los hechos, con un cigarrillo entre los labios.

 

El último en llegar fue Luzón, el médico forense, un hombre maduro de piel clara, alto, encorvado, con abundante pelo negro y las sienes salpicadas de canas. El doctor saludó a la comitiva judicial y al teniente de la Guardia Civil, pero sólo se detuvo a charlar con el juez de instrucción, mientras extraía del bolsillo una funda y de la funda unas gafas que limpió a conciencia. Cuando estuvo satisfecho con la transparencia de las lentes, se aclaró la garganta, intentó espantar las moscas sin conseguirlo e inició el reconocimiento del cadáver con estudiada parsimonia.

 

Sabía que todos estaban pendientes de sus movimientos precisos e imbuidos de ciencia, mientras analizaba las heridas en busca de equimosis, hemorragia y tejido graso, para determinar las que habían sido producidas antes y después de la muerte. Conectó la grabadora sin darse demasiada prisa y murmuró sus primeras impresiones para que la audiencia pudiera cazar al vuelo algunos retazos. Así pudieron conocer de primera mano que el cuerpo se encontraba en la primera etapa del rigor mortis, que el espasmo cadavérico mostraba la postura de la víctima cuando le sobrevino la muerte entre las tres y las cuatro horas de la madrugada, que no se apreciaban contusiones y que la decapitación se había producido cuando la niña ya estaba muerta. Eso era todo, señoras y señores, eso era todo por el momento: «hasta que se proceda a la autopsia para determinar con exactitud cualquier otro daño que hubiera dejado huella material y poder precisar tanto las lesiones externas como las internas».

 

Sólo entonces se procedió al levantamiento del cadáver. Los camilleros, con cara de circunstancias, metieron el cuerpo en la bolsa negra, lo acomodaron sobre la camilla, ajustaron las correas y lo introdujeron en la ambulancia, que se marchó proclamando con todo tipo de aullidos una urgencia que ya no era necesaria. Cuando los radio patrullas emitían los primeros informes, llegó un comunicado afirmando que habían detenido al asesino. El conductor del tractor encargado de rastrillar la playa lo había encontrado durmiendo en el área infantil, apestando a cerveza y cubierto de sangre. Los términos sospechoso y presunto fueron descartados de inmediato.

 

Era lunes, un lunes soleado de finales de junio allí en Lo Pagán, una tranquila pedanía de pescadores que albergaba poco más de tres mil habitantes. En los meses de verano se convertía en la zona turística del municipio y la población se multiplicaba, porque pocas regiones tienen la fortuna de contar con un lago de agua salada junto al Mar Mediterráneo, una albufera de aguas tranquilas, transparentes y poco profundas. Como todos los años, los periódicos hablaban ya de la ola de calor que se avecinaba. Estaba a punto de comenzar la temporada alta en el Mar Menor y todos deseaban que ese inoportuno suceso se perdiera en el olvido.

 

 

[Ganadora del Primer Premio megustaescribir]

 

 

  • Editorial: DEBOLSILLO
  • Colección: Bestseller (debolsillo) Penguin Random House G.E.
  • Autor: Rafael Estrada
  • Temática: Ficción moderna y contemporánea
  • Género: Novela Negra
  • Primera entrega de la trilogía del inspector Proaza.
  • Rango de edad: Adultos
  • Nº de páginas: 240
  • Encuadernación: Tapa blanda (reforzada)
  • Portada: Vika Davidenko
  • ISBN-10: 8490322643
  • ISBN-13: 978-8490322642
  • Publicado en Polonia en 2014 por Muza SA.
  • Traducida al portugués por Suelen Araujo
  • Traducida al inglés por Guadalupe López
  • Traducida al italiano por Martina Petrini

 

 

 

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