Los autores

 

 

Capítulo 1

GILIPOLLAS

 

A esa hora de la tarde el Troismen estaba casi desierto. Ni siquiera las estríperes habían llegado todavía al local para comenzar con su jornada laboral alrededor de las barras de baile. Sin embargo, no estaba desierto del todo, ya que había tres tipos bastante raros que, desde hacía un par de horas, pedían consumiciones sin parar. Uno de ellos, el más espigado, se acariciaba de vez en cuando el cráneo, como si el vaivén pudiera aliviar los abultamientos bajo su escaso pelo.

—O sea… —concluyó Camporro, y enlazó los dedos de ambas manos sobre el regazo—, que somos gilipollas.

—No tanto —repuso Skinner.

—No, hombre —dijo Estrada—, solo un poco desmemoriados.

—Gilipollas, sí, gilipollas —volvió a repetir Camporro—. Y no me llevéis la contraria también en esto como hacéis casi siempre… ¡Joder, cómo diablos no se nos ocurrió guardar tres ejemplares para nosotros!

—Bueno, tienes razón —dijo Skinner—. Menudo despiste.

—Tranquilos, tranquilos —dijo Estrada—, ya tendremos otra oportunidad para conseguir un ejemplar. No pasa nada, no pasa nada.

—Tú también tienes razón —dijo Skinner—. Además, la siguiente edición impresa incluirá material adicional. Ya veréis que chula va a quedar.

—Sí, eso sí —dijo Camporro—, pero me da mucha pena no tener un recuerdo de nuestra primera publicación juntos.

—Y a mí —dijo Skinner.

—Bueno, bueno, tranquilos —dijo Estrada—. No pasa nada.

—Que sí, que no pasa nada —dijo Camporro—, pero me da pena.

—Venga —dijo Estrada—, olvidemos eso y sigamos organizando el material adicional.

—Vale —dijo Skinner.

—De acuerdo —dijo Camporro—, pero reconoced una cosa.

—¿El qué? —preguntó Estrada.

—Que somos unos gilipollas.

Antes de que Estrada y Skinner comentaran algo al respecto, el camarero dejó sobre la mesa otros tres cafés y también otros tres vasos con líquidos del mismo licor que los anteriores.

—Al lío —dijo Estrada.

Continuaron en el Troismen durante largo rato, concentrados en sus asuntos y sin darse cuenta de que el primer turno de estríperes ya danzaba en sus puestos. Pero, de tan ensimismados que estaban, no solamente ignoraron a las mujeres, sino que tampoco se percataron de que, tras el ventanal y al otro lado de la carretera, había un tipo que los estaba observando.

 

 

 Capítulo 2

EL EDITOR

 

Al salir del Troismen se encontraron con un individuo que no conocían.

—Libro… Libro… —dijo el recién llegado, cual zombi a punto de abalanzarse sobre suculentos cerebros.

Tal vez fue por la nube de ebriedad que cubría la cabeza de los tres escritores, pero ninguno fue capaz de reaccionar antes de que el tipo en cuestión se situase a pocos pasos de ellos.

—Sois los de Cabrones, ¿verdad? —Su voz había cambiado, y todos pensaron que sus anteriores palabras podían haber sido pronunciadas de una manera diferente a como las habían escuchado—. Escuchad, tengo una oferta que haceros.

—Ya hemos tenido bastante de esa novela, por el momento —respondió Skinner con rapidez—. Verás, hemos sufrido amenazas, recibido anónimos amenazantes y a Camporro —señaló a su acompañante, sin mirarlo— le acabamos de recoger del hospital.

—Demasiadas emociones para tres modestos escritores —dijo Camporro, tras ser nombrado—. Gracias, pero…

—¿Qué oferta? —interrumpió Estrada, colocándose entre Camporro y el desconocido—. Chicos, no seáis maleducados.

—Es sencillo —comenzó a decir el inesperado ofertante—. Os propongo editar Cabrones.

—En serio, no estamos interesados en nada que tenga que ver con ese libro maldito —siguió diciendo Skinner, en un tono que no parecía admitir réplica—. Vamos a ir promocionándolo y crearemos material adicional, pero Cabrones no debe, por el momento, volver a aparecer en papel.

—Os lo estoy ofreciendo por las buenas —la voz del extraño había cambiado, pareciéndose más a la que escucharon al principio—. Si tengo que hacerlo por las malas, tendréis problemas. Sé todo sobre vosotros, frikis —escupió esa palabra—, y no dudaré en usarlo para conseguir mis fines.

Camporro también cambió su actitud, a la vez que se llevaba la mano derecha a la heridas que tenía sobre en la coronilla, recuerdo de la paliza que había recibido.

—¡No nos das miedo! —exclamó, casi gritando. Algún cliente del Troismen salió del lugar para observar una posible pelea.

—¿Ah, no? —El hombre, sin darse la vuelta, empezó a alejarse de ellos—. En unos días tendréis noticias mías, y entonces veremos si lo hacéis…

 

 

 

Capítulo 3

EL JUICIO

 

La sala estaba repleta.

La llenaban hombres y mujeres sin tatuajes, sin ropas extravagantes, sin distintivos extraños, sin maquillaje en sus rostros y sin peinados estrafalarios. Pero también había gente con esas pintas y, por cierto, superaba en número al público de aspecto normal. En la sala también había periodistas, abogados, empleados del juzgado, policías, acusadores y acusados. Entre los acusados se encontraban tres hombres: Estrada, Skinner y Camporro. Y entre los acusadores, el editor que les había abordado a la salida del Troismen hacía tan solo unos días.

Resultaba bastante extraño que el proceso judicial se hubiera desarrollado con una velocidad tan inusual. Además, el propio juicio había durado muy poco, apenas media hora, y el editor no había parado de sonreír durante ese tiempo. Los que no sonreían eran los tres acusados y su abogado, un tipo que, quizá, hubiera debido presentarse al tribunal con traje y corbata.

Las pruebas, según el abogado de la acusación, eran irrefutables: fechas, artículos y comentarios vertidos en las redes sociales, fotografías modificadas y sin modificar, ejemplares en versión digital y en papel e incluso correos electrónicos supuestamente enviados por los autores. Ese material había sido recopilado y presentado, con gran habilidad, para demostrar la incapacidad mental de los acusados. Sin embargo, para que tuviera el efecto deseado por el editor, el juez tenía que aceptar la tesis de la acusación: los autores de Cabrones están locos porque han escrito una novela que incita a la población a cometer crímenes, porque han tenido la osadía de editarla sin ayuda profesional y porque engañan al público al presentar como un gran éxito el agotamiento de una primera edición de tan solo treinta y un ejemplares.

Locos.

Pruebas + Tesis = Locos.

Si el juez hubiera sido más aficionado a la novela negra, o si hubiera sido menos aficionado a las bebidas alcohólicas, o si su única hija, ahora embarazada, no estuviera casada con ese editor, posiblemente la sentencia hubiera sido diferente. Pero ese juez cumplía los tres puntos anteriores. Así que, cuando anunció la sentencia, provocó un enorme barullo entre los asistentes: por un lado, la gente normal se indignó; por otro, los frikis prorrumpieron en sonoras carcajadas; por otro, el editor dejó de sonreír, ya que acababa de darse cuenta de que esa sentencia, aunque calmaba su sed de venganza, no le permitiría jamás, jamás, conseguir los derechos de Cabrones; y por el último, los culpables mantuvieron una compostura estoica.

La sentencia se ejecutaba con efectos inmediatos. Desde esa misma sala, Skinner, Camporro y Estrada serían trasladados al Asilo Arkham, el manicomio más prestigioso de la ciudad.

La algarabía se prolongó durante varios minutos, pero los autores no mostraron afección alguna. Parecía como si supieran algo que la gente desconocía, como si se hubieran adaptado con satisfacción a las circunstancias, como si vieran más allá de esa sentencia o como si estuvieran bajo los efectos de un brutal choque emocional.

O, simplemente, como si Camporro, Estrada y Skinner tuvieran un plan.

 

 

 

 Capítulo 4

EL MANICOMIO

 

La doctora Noelia miraba al paciente con aire de desconfianza. Sabía que era un mentiroso compulsivo, un individuo que inventaba historias disparatadas para ganarse la vida. Era un escritor del montón, uno de esos que creen que los editores conspiran contra él para que no pueda alcanzar el éxito que le corresponde.

—Bien, vamos a ver, señor Estrada —dijo la psiquiatra, abriendo la carpeta con el historial del paciente—. ¿Puede decirme por qué está usted aquí?

—Creo que ya lo sabe, doctora. Pero como entiendo que tiene que hacer su trabajo se lo voy a contar.

—Es usted muy considerado.

Estrada apretó las mandíbulas, encajando el sarcasmo.

—Estoy aquí porque no he querido ceder los derechos de mi libro a un maldito editor.

—¿Su libro? ¿No lo han escrito entre varios?

—Nuestro libro, quería decir. Es una novela escrita por Skinner, Camporro y yo mismo.

La doctora escribió algo en una hoja de papel.

—¿Piensa que los editores están confabulados contra usted?

—¡Yo no he dicho eso! —Al ver la expresión de la psiquiatra, intentó serenarse—. Perdón, no pretendía gritar.

—¿Ha tomado su medicación?

—Ya sabe que sí.

—Entonces, responda a mi pregunta.

—Cuando salíamos de una cafetería, un editor nos amenazó a Skinner, a Camporro y a mí, para que le cediéramos los derechos del libro que habíamos escrito.

—¿Pero no es eso lo que anhelan todos los escritores, editar su libro?

Estrada descruzó las piernas y las volvió a cruzar, tal vez demasiado deprisa, de manera que la doctora se sobresaltó.

—Depende de las condiciones.

—¿A qué condiciones se refiere?

—El porcentaje, siempre es el puto porcentaje.

La doctora se pellizcó la barbilla con el dedo índice y pulgar, mientras escribía su valoración del comentario.

—Skinner y Camporro son dos pacientes del centro, si no recuerdo mal.

—Es cierto. Ingresamos los tres el mismo día.

—Lo curioso es que los tres comparten el mismo delirio. ¿Cómo se titula esa obra maestra por la que se pelean los editores?

—No es una obra maestra —masculló sin apenas separar los dientes. Estrada se retorcía las manos, intentando contener la ira—. No se burle de mí. Es una mierda de libro que no pretendía ser otra cosa que un mero divertimento. Usar y tirar, como las novelas pulp del pasado siglo. Lo escribimos para pasar el rato, ¿lo entiende?

—Ha estado circulando por el centro una hoja de periódico falsa y un ejemplar de esa novela, ¿cómo la han titulado ustedes? Cabrones, creo recordar. ¿Qué puede decirme de eso?

—Nada… ¿Por qué supone que tengo algo que ver?

—Debo decirle, señor Estrada, que la lectura del libro ha alterado a algunos de los pacientes de este centro, un establecimiento modélico y estable hasta la llegada de ustedes.

—No sé nada de eso.

—¿Tampoco sabe quién le ha cambiado la medicación al esquizofrénico de la 214, o por qué el maníaco depresivo de la 237 ha intentado colgarse de la lámpara?

—¿No estará insinuando…?

—Yo no insinúo nada, señor, las cámaras de seguridad le han grabado entrando en las habitaciones mencionadas, y han visto como cambiaba la medicación de esos pacientes por gominolas y lacasitos.

—¿Está segura de que era yo? Estaba oscuro y no se veía nada. ¿No ha podido ser Camporro o Skinner?

—Usted no está enfermo. Lo que le pasa a usted es que es un cabrón y así va a constar en su historial —la doctora le miró con desprecio—. Hemos terminado. Le aconsejo que se tranquilice o llamo a los celadores.

—No, no, a los celadores, no, que no les caigo bien. Me tienen rabia y me pegan.

 

 

 

Capítulo 5

EL PLAN

 

—¿Todo ha ido según el plan? —Skinner susurró esas palabras, teniendo tanto Camporro como Estrada que esforzarse para escucharlas, a pesar de que no había ningún otro interno cerca, ni tampoco nadie del personal.

—La doctora, la maldita doctora… —dijo Estrada, apretando los dientes—. Creo que sospecha algo.

—Ya da lo mismo, es demasiado tarde para que sus sospechas nos estropeen lo nuestro —aclaró Camporro, mientras se rascaba la cabeza con la mano derecha, y otra parte inferior de su anatomía con la izquierda—. Mañana estallará el motín de una forma o de otra, y en ese momento saldremos de aquí.

Los tres se giraron al escuchar unos pasos, y un brillo metálico se dejó ver en la mano de Estrada. Sin embargo, solo se trataba de uno de los pacientes, paseando sin rumbo y con la mirada perdida.

—Solo es Mariño —dijo Skinner, sonriendo—. Debe de estar buscando su katana. Menudos zumbados hay por aquí.

—No como nosotros. —Camporro se irguió con dignidad al decir estas palabras, que los otros reafirmaron con un leve asentimiento—. Bueno, Skinner, ¿conseguiste contactar con Del Río?

—Tuve que sobornar a un residente, diciendo que le añadiría en los agradecimientos de la novela, para lograrlo. Pero a lo que vamos, a Del Río le parece que nuestro plan es estupendo, y que iría muy bien para un festival que se hará en Navacerrada, el Navacon.

—No había oído hablar de él —admitió Estrada.

—Es el primer año que se hace. Una convención de Rol y Fantasía.

—¿Rol? ¿Fantasía? —Camporro parecía un poco desorientado—. Pero Cabrones no es…

—Cabrones será lo que yo diga que sea. —Skinner pronunció la frase mirando fríamente a su compañero—. Así que hay que preparar una nueva edición, y para ya.

—Va a ser un éxito. —Estrada estaba eufórico, aunque resultaba difícil saber si se debía a la noticia o a las sustancias que le estaban administrando con regularidad—. Ya veo los titulares: «Cabrones arrasa en Navacon».

—Claro que sí, así será. Eso sí, tened en cuenta que antes igual tenemos que acabar con algunos enfermeros y con un par de guardias; la huida de aquí no será sencilla.

—Estoy deseando que llegue mañana —dijo al fin Camporro, más animado.

Los tres regresaron a sus habitaciones, sin que nadie pudiera sospechar que al día siguiente las cosas se iban a poner muy feas en el Asilo Arkham.

 

Mientras tanto, en el despacho del director, el chivato de Mariño intentaba joderles el plan:

—Están planeando algo doctor... ¡Se lo juro!

—Relájate, Mariño. Les tenemos vigilados. Son solo tres locos más aquí en Arkham.

—¡¿Solo locos?! Usted no sabe de lo que son capaces los tres juntos... Han hecho cosas, doctor, cosas imposibles, cuando se juntan (escalofríos) son una fuerza de la naturaleza; yo les he visto en acción, son maquiavélicos, fríos, taimados y subversivos... están maquinando algo. He visto a Camporro, ¡sonreír! ¿Lo entiende?

—Llevaos a éste a aislamiento... Y se acabo la Katana esa de pega que le habéis dado, es capaz de intentar algo aunque sea de juguete. 

—¡Pero doctor! ¡No lo entiende! Si consiguen salir de aquí, ¡¡¡nada podrá detenerlos!!!

—Al agujero con él...

 

 

 

Capítulo 6

LA HUIDA

 

El habitual sonido del timbre despertó a la mayoría de los enfermos esa mañana, aunque ese no sería un día como todos los demás. Skinner y Estrada ya se encontraban en pie, expectantes; Camporro, por otra parte, seguía bajo el efecto de los fuertes calmantes que le administraban cada noche.

Si bien sus cuartos no se encontraban contiguos, habían ideado un revolucionario sistema de comunicación usando un par de cuerdas y unos cuantos envases de yogur. Mientras Skinner sostenía uno de los envases junto a su oreja, el opuesto se encontraba cerca de la boca de Estrada, que se dispuso a hablar.

—¿Cuándo empezará todo? —preguntó.

—Pronto, cuando “El Búho” empiece con lo suyo. ¿Has contactado con Camporro? No consigo hablar con él.

—¿Para qué le necesitamos? —dijo Estrada—. Joder, después de la paliza que le dieron ya no es el mismo.

—Lo sé —admitió Skinner—, pero es imprescindible que vayamos los tres al NavaCon.

Al otro lado del improvisado teléfono, Estrada asintió como si se encontrase en la misma habitación que su interlocutor, el cual tomó su silencio como un consentimiento. Justo en ese instante una voz en el pasillo, haciendo que ambos se acercasen hasta la puerta y observasen por la estrecha mirilla.

Allí estaba. Gritaba a pleno pulmón, nombrando uno a uno los libros que, según él pensaba, había leído y reseñado. Cada tres o cuatro títulos hacía un inciso para describir el contenido del texto, si bien en la mayoría de casos no guardaba ninguna relación con el argumento real, sino que toda la trama surgía de su mente trastornada.

—¡Novela merecedora del Pulitzer! —gritaba, tras nombrar las 50 Sombras. En ocasiones nombraba libros como El Quijote o Viaje al centro de la Tierra, recomendando asistir a las presentaciones que los autores estaban organizando.

A la vez que caminaba y gritaba, también se dedicaba a descorrer algunos cerrojos, permitiendo que los enfermos más agresivos salieran de sus cuartos. El celador que le había sacado a pasear —un recién llegado, como ya sabía Skinner— solo se llevaba las manos a la cabeza e intentaba cerrar las puertas que el otro iba abriendo, aunque en algunas ocasiones era ya tarde y su ocupante se hallaba en el pasillo. En cuanto escuchó el sonido del cerrojo, Estrada empujó con fuerza la puerta y se encontró frente a frente con el confundido celador.

—Oiga, tiene usted que… —Estrada sacó una pequeña vara de madera de su manga y golpeó al sorprendido trabajador, que no tardó en caer inconsciente al suelo. Tras ello, se encaminó hasta la puerta de Skinner y la abrió.

—Bien hecho —dijo Skinner, sin especificar si hablaba de su liberación o del noqueo al celador—. Vamos a por Camporro.

A pesar del alboroto, Camporro seguía acurrucado en su cama cuando llegaron, con el dedo pulgar de la mano derecha en la boca. Skinner se acercó a él y le propinó una fuerte patada en los riñones, que provocó el súbito despertar del otro.

—¿Qué…?

—¿Qué? ¡Que nos fugamos! ¡Venga, levanta! —exclamó Estrada. A Camporro aún se le veía aturdido y drogado.

—El camino hasta la lavandería debería estar despejado —dijo Skinner—. Desde allí podremos alcanzar la calle.

—No sé por qué no nos has contado el plan completo —se quejó Estrada—. Estoy deseando saber cómo lograremos escapar de aquí.

—Y lo verás, pero no podía arriesgarme a que os sacaran esa información mediante drogas. Vamos, aprovechemos antes de que los de seguridad aparezcan.

Cuando regresaron al pasillo, el caos había hecho acto de presencia. Los internos liberados habían liberado, a su vez, a otros, y los celadores que aparecieron al escuchar los primeros gritos ya habían sido reducidos. Seguridad aparecería en breve, así que no perdieron el tiempo en observar la escena en profundidad, sino que tomaron el pasillo de la derecha, abrieron la puerta de emergencia y empezaron a descender las escaleras que llevaban a la lavandería.

—Me duelen los riñones —dijo Camporro en un momento dado. Estrada sonrió sin decir nada y Skinner miró hacia la ventana de la lavandería, ignorando el comentario.

—Preparaos. —Skinner se agazapó tras una plancha industrial y movió el brazo indicando así al resto que se cubrieran también. En pocos segundos, una fuerte explosión hizo temblar el edificio. Tras la inicial nube de humo, pudieron ver que la ventana había desaparecido, al igual que media pared.

—¿Estáis esperando una invitación? —dijo una voz en el exterior—. ¡Corred, antes de que se den cuenta!

Estrada salió el primero, seguido de cerca por un confundido Camporro. Skinner se tomó su tiempo, echando un vistazo a su alrededor con mirada triunfante.

—¿Vienes o te quedas, Skinner? —dijo la voz.

—Voy, Anxo —respondió—. Buen trabajo, por cierto.

Los periódicos del día siguiente hablaron del motín en el Asilo Arkham, aunque sus nombres aparecieron como posibles víctimas, no como internos fugados. Así lo comprobaron mientras apuraban sus cafés en el Troismen.

—Perfecto —dijo Estrada—. Nos creen muertos.

—Pero, ¿no es peligroso que vayamos a ese NavaCon? —preguntó Camporro—. O sea, allí descubrirán que hemos huido, ¿no?

—¡Silencio! —gritó Skinner, golpeando la mesa—. Todo va según lo previsto, y estaremos el sábado 28 de mayo en el NavaCon dando una charla literaria y firmando libros; no hay más que hablar.

—He escuchado que las hermanas Azpiri estarán allí. —Estrada pareció sacar el tema para calmar los ánimos—. Y habrá torneos de Magic, Cosplay y cosas de esas. Me pregunto si se jugará también al Catán.

—¿Magic? —Camporro se olvidó de sus preocupaciones previas al escuchar esa palabra—. Vaya, pues me llevaré mis cartas.

Skinner no dijo nada más. Solo se frotó los ojos, se giró hacia el camarero y, chasqueando los dedos, pidió un sol y sombra.