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Capítulo 4

EL MANICOMIO

 

 

La doctora Noelia miraba al paciente con aire de desconfianza. Sabía que era un mentiroso compulsivo, un individuo que inventaba historias disparatadas para ganarse la vida. Era un escritor del montón, uno de esos que creen que los editores conspiran contra él para que no pueda alcanzar el éxito que le corresponde.

 

—Bien, vamos a ver, señor Estrada —dijo la psiquiatra, abriendo la carpeta con el historial del paciente—. ¿Puede decirme por qué está usted aquí?

 

—Creo que ya lo sabe, doctora. Pero como entiendo que tiene que hacer su trabajo se lo voy a contar.

 

—Es usted muy considerado.

 

Estrada apretó las mandíbulas, encajando el sarcasmo.

 

—Estoy aquí porque no he querido ceder los derechos de mi libro a un maldito editor.

 

—¿Su libro? ¿No lo han escrito entre varios?

 

—Nuestro libro, quería decir. Es una novela escrita por Skinner, Camporro y yo mismo.

 

La doctora escribió algo en una hoja de papel.

 

—¿Piensa que los editores están confabulados contra usted?

 

—¡Yo no he dicho eso! —Al ver la expresión de la psiquiatra, intentó serenarse—. Perdón, no pretendía gritar.

 

—¿Ha tomado su medicación?

 

—Ya sabe que sí.

 

—Entonces, responda a mi pregunta.

 

—Cuando salíamos de una cafetería, un editor nos amenazó a Skinner, a Camporro y a mí, para que le cediéramos los derechos del libro que habíamos escrito.

 

—¿Pero no es eso lo que anhelan todos los escritores, editar su libro?

 

Estrada descruzó las piernas y las volvió a cruzar, tal vez demasiado deprisa, de manera que la doctora se sobresaltó.

 

—Depende de las condiciones.

 

—¿A qué condiciones se refiere?

 

—El porcentaje, siempre es el puto porcentaje.

 

La doctora se pellizcó la barbilla con el dedo índice y pulgar, mientras escribía su valoración del comentario.

 

—Skinner y Camporro son dos pacientes del centro, si no recuerdo mal.

 

—Es cierto. Ingresamos los tres el mismo día.

 

—Lo curioso es que los tres comparten el mismo delirio. ¿Cómo se titula esa obra maestra por la que se pelean los editores?

 

—No es una obra maestra —masculló sin apenas separar los dientes. Estrada se retorcía las manos, intentando contener la ira—. No se burle de mí. Es una mierda de libro que no pretendía ser otra cosa que un mero divertimento. Usar y tirar, como las novelas pulp del pasado siglo. Lo escribimos para pasar el rato, ¿lo entiende?

 

—Ha estado circulando por el centro una hoja de periódico falsa y un ejemplar de esa novela, ¿cómo la han titulado ustedes? Cabrones, creo recordar. ¿Qué puede decirme de eso?

 

—Nada… ¿Por qué supone que tengo algo que ver?

 

—Debo decirle, señor Estrada, que la lectura del libro ha alterado a algunos de los pacientes de este centro, un establecimiento modélico y estable hasta la llegada de ustedes.

 

—No sé nada de eso.

 

—¿Tampoco sabe quién le ha cambiado la medicación al esquizofrénico de la 214, o por qué el maníaco depresivo de la 237 ha intentado colgarse de la lámpara?

 

—¿No estará insinuando…?

 

—Yo no insinúo nada, señor, las cámaras de seguridad le han grabado entrando en las habitaciones mencionadas, y han visto como cambiaba la medicación de esos pacientes por gominolas y lacasitos.

 

—¿Está segura de que era yo? Estaba oscuro y no se veía nada. ¿No ha podido ser Camporro o Skinner?

 

—Usted no está enfermo. Lo que le pasa a usted es que es un cabrón y así va a constar en su historial —la doctora le miró con desprecio—. Hemos terminado. Le aconsejo que se tranquilice o llamo a los celadores.

 

—No, no, a los celadores, no, que no les caigo bien. Me tienen rabia y me pegan.