Un gigante entrometido

 

 

1. Lunes

 

ERAN LAS NUEVE de la noche y Daniel se encontraba agotado, con la cabeza apoyada sobre el cristal de la ventana. La mirada perdida volaba lejos, muy lejos, más allá de las nubes en dirección a la Luna.

 

          —Pfff... —suspiró.

 

          Multitud de regalos se hallaban tirados por el suelo. Daniel no les había prestado demasiada atención; apenas el tiempo justo de rasgar los bonitos papeles, retirar el celofán conteniendo los nervios y dejar que la sorpresa iluminara sus ojos. Después rodaron por la moqueta, tropezando con patatas fritas a medio comer, gusanitos espachurrados y piruletas pringosas, hasta que poco a poco encontraron su hueco y se fueron mezclando con los antiguos juguetes.

 

          —¡Daniel...! —llamó su madre, mientras ponía la cena en el salón donde sonaba el televisor—. ¿Has recogido ya?

 

          El niño pegó un bote, bruscamente transportado a la realidad de su habitación, y se golpeó con la esquina del escritorio. Aguantando el dolor, contestó:

 

          —¡No, mamá, aún no he terminado...! —pero lo cierto era que ni siquiera había empezado.

 

          Un muñeco con barba, parecido a un gnomo malhumorado, declaró en voz alta:

 

          —El niño tonto se está aburriendo.

 

          —Es un poco essstúpido —dijo el microscopio—: Le falta imaginación.

 

          Daniel disimuló, como si no fuera con él, abriendo el cuento que le había regalado Silvia esa misma tarde.

 

          —¡¡NIÑO, QUÉ MIRAS!! —gritó con evidente fastidio, un gigante que ocupaba la primera página—. ¡CIERRA DEPRISA, QUE HAY CORRIENTE!

 

          Asustado, cerró el libro y lo dejó sobre un estante, para leerlo tal vez otro día. Como tantos otros quedaría olvidado, aguardando a que el niño le prestara atención.

 

          Recorrió con la mirada su cuarto, sin saber muy bien qué era lo que buscaba. Los posters y los juguetes de las estanterías, más que alegrar las paredes parecían amenazarle, reprochándole su falta de ánimo; la grapadora que estaba sobre el escritorio intentó morderle y el bolígrafo gordo de doce colores quiso pintarle, pero ninguno lo consiguió; desde el altillo del armario un zorrito de peluche le sacó la lengua, haciendo blu-blu-blu..., y la pelota de baloncesto empezó a balancearse peligrosamente, como si quisiera saltar sobre su cabeza.

 

          —No se qué queréis —se quejó, sorbiendo los mocos—. Cualquiera diría que os trato mal.

 

          —Ña, ña, ña, ña... —se burló el gnomo, agitando la barba—. El niño tonto no sabe qué queremos.

 

          Un reloj despertador con forma de gallina se rió, cloqueando, y la consola se conectó emitiendo un agudo pitido.

 

          —¡Bí-Bí-Bíííííííííííííí...!

 

          —¡¡Daniel...!! ¿No estarás jugando...? —gritó la madre, enfilando el pasillo en dirección a la habitación.

 

          —¡Que viene, que viene...! —se carcajearon los juguetes—.Corre, Danielito, recoge tu cuarto... —le abuchearon adoptando posturas ridículas, todos con la mirada clavada en el niño.

 

          Daniel se puso la mano en la boca para que no le temblara la barbilla, pero no pudo evitar que se le saltaron las lágrimas cuando su madre irrumpió en la habitación.

 

          —¿Qué te pasa, hijo...? ¿Te encuentras mal?

 

          —¡EL CHICO SE ABURRE, SEÑORA, ¿ES QUE NO SE DA CUENTA?!—bramó el gigante desde el interior del cuento, aunque sólo Daniel le oyó.

 

          —Cuéntame. ¿Qué te sucede? —preguntó la madre, limpiándole las lágrimas cariñosamente.

 

          —M...me aburro, mamá.

 

          Los juguetes festejaron con risas chillonas y sonoras carcajadas la declaración de Daniel. Al verle la cara, nadie hubiera creído que esa misma tarde había celebrado su cumpleaños.

 

          La madre le besó en la frente y se lo llevó a cenar. Más tarde, cuando su hijo estuviera dormido, ella misma recogería los juguetes y barrería el suelo. No quería presionarle si había pasado un mal día.

 

          Durante la cena, papá y mamá reían de buena gana. Esa noche era especialmente divertido el concurso de la tele, porque el presentador, tan simpático, hacía pasar verdaderos apuros a los concursantes. Cuando aparecieron los anuncios el padre de Daniel estiró el cuello, como si quisiera salirse de la camisa:

 

          —¡Mirad que bonito, mirad...!

 

          Y ahí estaba, el último trabajo que su padre había hecho para la televisión: uno de los primeros anuncios de juguetes de la temporada, todo sonrisas de niños guapísimos, efectos luminosos y brillantes destellos.

 

          —¡¿Verdad que es bonito?! —preguntó orgulloso, hipnotizado por la pantalla.

 

          Pero Daniel no le prestaba demasiada atención. Las burlas de sus propios juguetes le habían afectado seriamente y no paraba de darle vueltas al asunto. Era la primera vez que se mostraban tan insolentes, la primera vez que se reían abiertamente de él y le abucheaban.

 

          ¿Cómo podía ser que su antiguo peluche le hubiera sacado la lengua? Hasta el año pasado el zorrito había dormido con él, librándole del miedo con su cuerpecito cálido y suave. No lograba entender su comportamiento.

 

          En cuanto al gnomo, había estado realmente insoportable, después de todo lo que habían jugado juntos; él fue quien empezó con los insultos, llamándole tonto y no se qué más sin ningún motivo. Dicen que la gente mayor se vuelve cascarrabias con la edad y el gnomo aparentaba, por lo menos, doscientos años. Daniel no supo hasta esa tarde, que esas cosas también podían afectar a los juguetes.

 

          Después de cenar, rescató del armario el peluche olvidado, se acurrucaron en la cama muy juntos y se quedó dormido.

 

          Lo malo fue el sueño.

 

          No es que se tratara de una pesadilla. No, no era eso. Pero nunca antes había tenido un sueño así; era tan real que parecía que estaba despierto. Incluso podía distinguir el olor a jabón y a sábanas limpias.

 

          Daniel se encontraba en el centro de una habitación enorme, rodeado de juguetes que saltaban, corrían y se movían tan deprisa que apenas podía seguirlos con la mirada. Eran sus juguetes, no cabía duda, y parecían pasarlo muy bien. Reconoció el helicóptero, el camión portacoches, el tanque que disparaba flechas y la pelota de baloncesto; también vio la lagartija de raso y otros muñecos que recordaba haber guardado en bolsas, porque eran demasiado infantiles y ya no le divertían.

 

          A lo lejos distinguió una ventana; los rayos de sol se colaban entre las cortinas, jugueteando con las motitas de polvo. Entonces se dio cuenta de que eran unas cortinas de vivos colores, semejantes a las que había en su habitación, pero aumentadas cien veces o tal vez doscientas, pues la barra que la sujetaba a la pared ni siquiera se veía de lo alta que estaba. Miró hacia el techo, para ver si la lámpara era igual a la de su habitación, pero se perdía entre las nubes y apenas percibió un borrón.

 

          —Debo haber encogido —dijo Daniel dentro de su sueño y la voz retumbó como si hubiera gritado.

 

          De repente, los juguetes se detuvieron. Ya nadie jugaba ni se movía; incluso las brillantes motas de polvo se quedaron muy quietas. Daniel se encogió un poco más, pues se dio cuenta avergonzado de que todos los juguetes le miraban serios. El pequeño gnomo, aquel viejo gruñón que le había tratado tan mal la noche anterior, estiró el cuello como si fuera una enorme serpiente, hasta que su cabeza se encontró a una cuarta de Daniel:

 

          —¿Sabes dónde estás, pequeño?

 

          —Creo que estoy en mi habitación —la voz atronó de nuevo y de nuevo los juguetes le miraron disgustados.

 

          —Bueno, no exactamente —dijo el viejo gnomo, que parecía más grande que el niño.

 

          —Pues a mí me parece que sí —se atrevió a decir Daniel contradiciendo al viejo—. Sé que me encuentro dormido sobre mi cama y que en estos momentos estoy soñando.

 

          —Je, je,... —rió el gnomo, rascándose la barba.— Eso es sólo una manera de decirlo, porque si ahora entrase tu mamá en la habitación te encontraría dormido, efectivamente.

 

          —Sí, sí, dormido... —se burló el microscopio desde su estantería, y todos los juguetes le rieron la gracia.

 

          —Eso quiere decir que llevo razón —repuso Daniel bostezando.

 

          Entonces la sonrisa del gnomo se hizo tan grande que le llegó a las orejas:

 

          —Sin embargo —continuó—, también podemos decir que estás aquí, en una habitación enorme, rodeado de juguetes que se lo pasan en grande mientras tú te aburres. ¿No es cierto?

 

          —¡Es cierto, es cierto...! —los juguetes gritaban, saltando y riendo.

 

          —Sólo es un sueño —insistió Daniel.

 

          —¿Quieres decir que los sueños no son reales, niño?

 

          —Sólo son reales dentro de uno mismo —afirmó convencido.

 

          El gnomo pareció dudar, como si no encontrara palabras para rebatir ese razonamiento; se rascó el cogote y corrió a reunirse con los demás juguetes en un rincón de la habitación. Así estuvieron durante un buen rato, discutiendo entre ellos en un apretado corro, buscando la respuesta adecuada. A Daniel sólo le llegaban cuchicheos y alguna voz más alta que otra, cuando no conseguían ponerse de acuerdo.

 

          Entonces, el bote de pegamento que siempre había estado sobre su escritorio, salió del corro dando un fabuloso salto para caer al lado de Daniel. Se desenroscó el tapón silbando, como quien hace un trabajo que le resulta muy agradable, y le soltó un chorretón de cola blanca sobre el pijama.

 

          —¿Qué haces, idiota...? —se quejó Daniel mirando la mancha, y en ese momento se dio cuenta de que estaba descalzo— ¡Mira cómo me has puesto!

 

          —No te preocupes chaval... —dijo el bote de pegamento—¿No dices que sólo es un sueño?

 

          Los demás, que habían estado callados mirándolo todo con expectación, rompieron a reír mientras el bote intentaba echarle más cola blanca sobre la cara. Daniel lloraba mientras corría, lloraba de rabia, porque a pesar de que era muy rápido no pudo hacer nada para esquivarlo. Los juguetes se partían de risa, viendo los esfuerzos que hacía para quitarse el pegamento de las orejas...

 

          Y así estuvieron, riendo y riendo durante toda la noche, hasta que la madre de Daniel le despertó al día siguiente para ir al colegio.

 

 

 

 

Reseña de +.+.+ El Lado Oscuro +.+.+: Un gigante entrometido

 

Reseña de Puesto de lectura: Un gigante entrometido

 

 

 

  • Colección: Caracolt
  • Autor / Ilustrador: Rafael Estrada
  • Colección: Aventuras
  • Nº páginas: 150
  • Editor: Independently published
  • ISBN-13: 978-1718023888
  • Primera edición: Ediciones Babylon
  • Traducido al italiano por Alice Marta Croce
  • Traducido al portugués por Paulo Fanha
  • Traducido al inglés por Ricardo Mardi