El comisario Olegario

 

 

Capítulo 1. Cuatro Vientos

 

Cuatro Vientos era un barrio muy ordenado, un barrio en el que nunca pasaba nada.

 

Todos los vecinos se portaban bien, se saludaban y se daban palmaditas en la espalda cuando paseaban por la calle. Siempre iban por ahí sonriendo, tirando los papeles en las papeleras y las colillas de los cigarros en los ceniceros; aunque no solían fumar, para no molestar a los demás.

 

A pesar de eso, Cuatro Vientos tenía una comisaría; una comisaría muy pequeña, rodeada de estirados chopos y de panzudos sauces.

 

Todos los vecinos se preguntaban para qué habían puesto allí una comisaría; incluso el comisario Olegario, cuyo problema más serio era que su mesa se encontrara en orden.

 

Por eso colocaba en el centro el único papel que tenía, le desdoblaba una esquina y soplaba una mota de polvo; después, dejaba caer el bolígrafo encima y tosía:

 

—¡Ejem...!

 

Entonces, el sargento Pinilla, que era su ayudante, levantaba sobresaltado la vista del periódico y preguntaba desde el pasillo:

 

—¿Ha dicho algo, comisario?

 

El comisario no le contestaba, porque siempre que tosía le preguntaba lo mismo.

 

Después de eso, miraba la novela del doctor Fu-Manchú que siempre llevaba encima, pero como no le apetecía leer pegaba un saltito desde su sillón y empezaba a inspeccionar el despacho.

 

Primero miró el mapa de Cuatro Vientos, que ocupaba toda la pared y estaba cuadriculado como un crucigrama, y señaló con el dedo los lugares conflictivos: las dos guarderías, el colegio y el polideportivo.

 

Se dirigió muy serio al archivo, para abrir y cerrar los cajones vacíos; después se puso a observar el tablón de anuncios, donde debían clavarse con chinchetas las fotos de los delincuentes más peligrosos.

 

Pero como allí no había nada, aparte de la foto de su mujer y sus dos hijos, bostezó:

 

—¡Uaaaaaah...!

 

—¿Ha dicho algo, comisario? preguntó de nuevo el sargento, levantando la vista del periódico.

 

El comisario no le contestó, porque siempre que bostezaba le preguntaba lo mismo. Entonces, aburrido, se puso a mirar por la ventana mientras se atusaba el bigote.

 

Lo malo era que tanto los sauces como los chopos no le dejaban ver nada.

 

Así que miró por el periscopio, que había colocado en la ventana para no tener que cortar los árboles o subir el despacho al tejado.

 

Pero, ¿qué veía...? ¿Acaso no llevaba el señor Ciruelo a Rubén, colgando de una oreja...?

 

Y se dirigían hacia allí, a la comisaría...

 

—¡Es increíble...! exclamó el comisario.

 

—¿Cómo dice? preguntó Pinilla.

 

—Nada, nada...

 

El comisario Olegario cerró la puerta de su despacho, se colocó bien el nudo de la corbata, se peinó la calva, sacudió el cuello de la chaqueta y se sentó en su sillón, esperando que apareciera el frutero.

 

Cuando entró el señor Ciruelo, que era un poco sordo, lo hizo gritando y sin llamar a la puerta, como le hubiera gustado al comisario.

 

—¡Este muchacho me estaba robando las peras! -exclamó el frutero señalando a Rubén.

 

—¡Ayyy...! se quejaba Rubén, porque todavía no le había soltado la oreja.

 

—¿Es eso cierto...? preguntó el comisario, mirando al muchacho.

 

Como el señor Ciruelo no oía muy bien, creyó que no le habían entendido, así que volvió a repetir un poco más fuerte:

 

—¡¡Este muchacho me estaba robando las peras!!

 

—¡¡AYYY...!! se quejó de nuevo Rubén.

 

—¡¿Es eso cierto...?! gritó el comisario, para que le oyera el frutero.

 

—¿Yo...?, estooo...

 

Olegario no podía imaginarse a Rubén robando peras, porque su mamá siempre se quejaba de lo poco que comía.

 

—¡Contesta, elemento...! se impacientó el frutero.

 

—Pues...

 

—¿No será que olvidaste coger el dinero de casa? preguntó el comisario dando golpecitos en la mesa con el dedo.

 

—¡Sí, eso fue! reconoció Rubén aliviado.

 

—¿Lo ve, Ciruelo...? El chico tenía miedo de que su madre le regañara por no llevar la fruta, así que la cogió.

 

—¡¿Y el dinero...?! gritó el señor Ciruelo.

 

—El dinero se lo pensaba llevar por la tarde, a la vuelta del cole aclaró el comisario.

 

El frutero miró a Rubén con la frente arrugada y un ojo más abierto que otro, esperando una respuesta.

 

—¡E... es cierto! gritó Rubén.

 

Sólo entonces el frutero soltó la oreja, aunque arrugó la nariz y frunció la boca como si no acabara de creérselo.

 

Como Rubén no estaba seguro de que le hubiera oído, volvió a decir un poco más fuerte:

 

—¡¡ Es cierto, señor Ciruelo...!!

 

—¿Lo ve?... je, je,... confirmó el comisario.

 

—Bueno, está bien... pero otra vez me lo dices a mí.

 

—S... Sí señor dijo Rubén, moviendo la cabeza arriba y abajo.

 

El frutero se fue, limpiándose las manos en el mandil, dando a entender que la oreja de Rubén no estaba demasiado limpia...

 

 

 

Capítulo 2. El 116

 

—Vamos a ver, Rubén —dijo el comisario Olegario-, ¿qué ha pasado con esas peras?

 

—Es que... —intentó contestar, pero no le salió nada más.

 

Estaba tan nervioso, pensando que eso era un interrogatorio y que seguramente le iban a torturar.

 

—A lo mejor tenías hambre.

 

—¡Sí, eso es, tenía hambre...!

 

—Bien, ya sabemos algo —y escribió algunas palabras en un papel.

 

Rubén estiró el cuello para ver qué ponía, pero no consiguió leer nada; aunque supuso que estaría tomando apuntes para la confesión que más tarde le obligaría a firmar.

 

—¿Qué más...? —continuó el comisario.

 

—Estooo...

 

—A lo mejor, como sabías que tu madre quería comprar fruta, pensaste que si se la llevabas se pondría muy contenta.

 

—¡Eso es..., eso es...! —exclamó Rubén.

 

—Excelente, ya tenemos algo más —y volvió a escribir en el mismo papel.

 

De nuevo Rubén intentó leer lo que ponía, pero la letra del comisario era tan chiquitita...

 

—¿Algo más, Rubén?

 

—Buenooo...

 

—Naturalmente, a la salida del colegio ibas a pagarle al señor Ciruelo las peras, como ya le hemos dicho, ¿verdad Rubén?

 

—¡Pu... pues sí ...! —dijo sonriendo Rubén, que veía que todo estaba saliendo tan bien.

 

Una vez más el comisario Olegario escribió en el papel, lo dobló y lo metió en un sobre que pegó tranquilamente, mientras miraba sonriendo a Rubén.

 

—Cuando te vayas, ¿puedes hacerme un favor? —le preguntó al muchacho.

 

—¡Claro...! —contestó bastante aliviado.

 

—Dale este sobre a tu padre, y dile que me llame más tarde.

 

A Rubén le cambió la cara. El comisario se lo iba a contar todo a su padre si no cooperaba, de modo que intentó pensar algo, mientras se pegaba pataditas nerviosas en el tobillo y resoplaba.

 

—¿Te pasa algo, Rubén...?

 

—Bueno..., verá, señor comisario —se rascó la oreja, se metió el dedo en la nariz y continuó—, me parece que no le he dicho la verdad.

 

—¿Estás seguro? —preguntó el comisario.

 

—Es que... —Rubén se rascó de nuevo la oreja y se encogió de hombros—, yo no soy ningún chivato, ¿sabe?, pero lo de las peras ha sido una apuesta.

 

Entonces, le contó que a uno de 5º curso le había salido repe el cromo más difícil de Los dinosaurios atómicos...

 

—Ya sabe, el 116... —aclaró Rubén—, y dijo que sólo se lo cambiaría al que consiguiera la pera más grande de la frutería del señor Ciruelo.

 

—¿Y por qué no se la pediste a tu madre? —preguntó el comisario.

 

—Porque ella sabe que no me gustan las peras —contestó poniendo cara de pena.

 

—¿Cómo se llama ese muchacho de 5º curso? —quiso saber Olegario.

 

—No puedo decírselo, comisario, porque entonces me convertiría en un confidente.

 

—Está bien, Rubén, ya puedes irte. Pero no olvides darle este sobre a tu padre.

 

Como vio la cara de sorpresa de Rubén le tranquilizó:

 

—No te preocupes, es la combinación de la Bono-Loto de esta semana, que siempre hacemos tu padre y yo.

 

Rubén se dio cuenta de que el comisario se la había jugado: le había hecho hablar, sin necesidad de torturarle ni nada.

 

—Comisario...

 

—¿Qué quieres, Rubén?

 

—¿Me deja mirar un ratito por el periscopio?

 

—Bueno.

 

El comisario comenzó entonces a preparar su estrategia, porque tenía que descubrir a ese muchacho de 5º. Estaba pensando que no se trataba de un caso muy importante, cuando oyó decir a Rubén desde la ventana:

 

 —¡Uh, uh...!, bueno, me voy —y salió disparado hacia la puerta.

 

 Olegario se dirigió al periscopio y lo que vio hizo que se le formara un nudo en la garganta: Ciruelo, el frutero, traía de las orejas a Alejandro y a Juanan.

 

 

 

[Accésit Premio Lazarillo 1994]

 

Reseña Solo Novela Negra

 

  • Bruño: 14ª Edición
  • Colección: Infantil 
  • Autor/Ilustrador: Rafael Estrada
  • Género: Misterio
  • Nº páginas: 96
  • ISBN84-8483-043-8
  • Formato: 13 X 21
  • Encuadernación: Rústica