Biografía contada a 2º A

 Nací el 11 de noviembre de 1.954 en Madrid. No me trajo la cigüeña, de eso estoy seguro, porque me lo contó mi madre ese mismo día y no se me ha olvidado.

 

Nada más nacer, le pregunté:

 

-¿Cuando empezaré a hablar, mamá?

 

Y ella me contestó:

 

-Cuando tengas un año, como todos los niños.

 

-¿Y qué hago mientras?

 

-Ponte a leer...

 

Y eso hice.

 

Leí mi primer cuento cuando sólo tenía tres meses. Me lo recomendó un amigo de la guardería, y se titulaba Las fabulosas aventuras de Yo, contadas por Mí Mismo. Sólo tenía una página y decía así:

 

CAPÍTULO 1º

Tengo 99 años y todavía no me ha pasado nada.

FIN

 

Para evitar que me sucediera a mí lo mismo que al personaje del cuento, decidí que me pasarían cosas y para descubrir las cosas que quería que me pasaran leí más cuentos. Así aprendería muchas historias y podría contarlas después. Leí cientos de ellos, miles, millones... Como tenía dos ojos, leía un libro con el derecho y otro con el izquierdo y como tenía cinco dedos en cada mano, pasaba las páginas de diez en diez. Con una oreja escuchaba lo que me contaba mi madre y con la otra lo que decía mi padre.

 

No paré hasta que todos los cuentos del mundo pasaron por mis manos. Tenía la cabeza llena de historias y dibujos, de personajes de todo tipo y de paisajes fantásticos, de cosas que existirían y de sueños que nadie más que yo veía. Como no sabía qué hacer mientras escribían nuevos cuentos para que yo pudiera leerlos, decidí ponerme a dibujar.

 

-Quiero ser dibujante -le dije a mi padre.

 

Mi padre respondió:

 

-Te dijimos que los niños no hablan hasta que cumplen un año.

 

-¿Un año justo?

 

-Más o menos -dijo mi madre.

 

-¿Entonces podría hablar a los ocho meses?

 

-Tal vez a los once...

 

-¿Y por qué no a los nueve?

 

-¡A los diez...! -dijo mi padre, dando un manotazo sobre la mesa.

 

-Vale, pero quiero que sepáis que voy a ser dibujante y ya no hablo más.

 

Mis padres me compraron la máquina más sencilla que había para dibujar: un lápiz. A pesar de lo chiquitito que es, un lápiz puede pintar una ballena, un dinosaurio o un rascacielos, un microbio o un planeta entero; no importa lo que le pida, él lo dibuja y nunca se queja. Además, un lápiz puede escribir en cualquier idioma: en inglés, en japonés, en árabe, en alemán... Puede hacer puntos, líneas y sombras, puede pintar sobre cualquier sitio y en todas las direcciones. 

 

Y no necesita pilas.

 

Como el lápiz no se cansaba ni yo tampoco, todos los días dibujaba montones de cosas, desde que me levantaba hasta que me acostaba: en las paredes, en los muebles, en el suelo, en las puertas, en las bombillas, en las uñas, en el bigote de mi padre y en todos los papeles que encontraba.

 

Cuando cumplí nueve meses ya había dibujado todas las cosas del mundo y me quedé un rato quieto, pensando qué podría hacer a continuación.

 

Después de pensar un par de minutos decidí hacerme mayor. Le pregunté a mis padres si podía:

 

-Haz lo que quieras -dijeron-, siempre haces lo que te da la gana.

 

Fue entonces cuando me fui convirtiendo en adulto, poco a poco, porque si lo haces de golpe se te rompe la ropa. Lo había visto en un cómic. Sabía que eso llevaba tiempo, de manera que para no aburrirme empecé reír y cuando me cansaba me ponia a escribir. Mi primer libro se tituló Muelle y los saltapiedras...

 

Pero me estoy adelantando, porque antes conocí a una niña que también había decidido hacerse mayor, como yo. Mientras llegaba ese momento, le enseñé todos mis dibujos y le conté todos los cuentos que había leído.

 

Rosi, pues así se llamaba, estuvo escuchando sin pestañear durante más de dos años. Cuando terminé de hablar dijo:

 

-Muy bonitos.

 

-Pero ya no sé más.

 

-Pues invéntalos. Si otros lo han hecho, tú también puedes. 

 

Empecé a pensar. Al principio me costó mucho trabajo, porque nunca había pensado de esa manera y no sabía cómo hacer para que una historia que nadie hubiera inventado antes apareciera en mi cabeza. Rosi me dijo que tenía buen olfato para los cuentos.

 

-¿A qué huelen los cuentos? –le pregunté, pero como no lo sabía no me contestó.

 

Empecé a olerlo todo, por si se me colaba alguna idea por la nariz. Como podéis imaginar no lo conseguí, porque las historias emocionantes y divertidas no entran por ahí. Parece ser que ya están dentro, pero hay que sacarlas y eso es lo que de verdad cuesta trabajo.

 

Intentando concentrarme, cerré los ojos y escuché primero un zumbido y después un ronroneo. Por las orejas empezó a salir humo, después nubarrones, que se instalaron alrededor de mi cabeza formando tormentas. Entonces empezó a nevar en mi cabeza y se me puso todo el pelo blanco, como si ya me hubiera hecho adulto y fuera un abuelito.

 

Terminó de nevar y comenzó una granizada que me dejó la cabeza llena de chichones. Un trueno traicionero hizo que pegara un brinco, antes de que un rayo cayera justo donde tenía el remolino, el pelo empezó a soltar chispas y, como consecuencia, se formó un cuento en el interior de mi cabeza: era la historia de un niño con nariz de ratón, ojos vivarachos y los pies muy grandes, cuya mayor ilusión era saltar como los saltapiedras. De manera que lo titulé Muelle y los saltapiedras para que la cosa se entendiera. 

 

Se lo conté a Rosi. Estuvo unos minutos en silencio saboreando la historia. Entonces me dijo:

 

-Sabe bien. ¿Por qué no tenemos una niña?

 

-¿Y qué tiene que ver eso con el cuento? –le pregunté sorprendido.

 

-Porque se llamará Elia y le contarás cuentos para que se duerma y así podrás probarlos con ella.

 

-Vale...

 

Al día siguiente nació Elia, mi chiquitina, con una pegatina en la frente que ponía “Urgente”. A partir de ese momento, me obligó a contarle cuentos todas las noches, esos cuentos que después he ido escribiendo y dibujando a lo largo de los años. Ahora escribo novelas, porque se ha hecho mayor, pero siempre son para ella.

 

Creo que tengo 66 años. No lo sé con seguridad, porque siempre los dejo por ahí y termino perdiéndolos, pero estoy ahorrando y pienso tener muchos más.

 

Bueno, otro día seguimos que estoy cansado y ya ha dejado de llover. Ha salido el sol, los pájaros revolotean y eso me gusta verlo. Saco el arco iris que siempre llevo en el bolsillo y lo pongo en el cielo con una chincheta.

 

-Ha quedado mu gonito -dijo Elia.

 

Empezamos a reír y todavía no hemos podido parar...